Una relación particular:
En su último
largometraje “Al desierto” (2017), que transitó por el Festival de San
Sebastián y la Competencia Argentina de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, con una
recepción bastante dispar por parte de la crítica especializada; el director
argentino Ulises Rosell vuelve a indagar en la vida, historia y mitos populares
de las comunidades originarias como ya lo hiciera en “El etnógrafo” (2012). Si
en esta última trabajaba la contraposición entre la vida occidental y la cultura
wichi de Tartagal a partir del personaje del antropólogo inglés John Palmer,
aquí también continua ésta línea que contrapone el nomadismo libre del desierto
con la fijeza agobiante de la ciudad a partir del vínculo que irá estableciéndose
en la pareja protagónica y que tiene su base en el mito de “La cautiva”, que
tan bien retratara Ángel Della Valle en su célebre cuadro “La vuelta del malón”
(1892).
Julia (Valentina
Bassi) es una mujer que busca una nueva vida en un lugar en las cercanías del
mar. Así se instala en Comodoro Rivadavia, donde trabaja como camarera en el
casino, lo cual nos permite descubrir el bello plano secuencia que la sigue por
los pasillos internos con su uniforme hasta que abra la puerta que dará al
lugar donde comenzará a cumplir con sus tareas. En una conversación con una
compañera en la puerta del Casino, Julia se quejará de lo cara que es la vida
en el sur y de que su magro sueldo apenas le alcanza para pagar el alquiler.
Allí aparece un extraño, cliente asiduo del casino, que habrá escuchado la
conversación y le propondrá asistir a una entrevista para un puesto de empleada
administrativa en la compañía petrolera en la que trabaja.
Así, Julia
subirá a la camioneta amarilla de Gymfor (Jorge Sesán) con su Cv y una carta de
recomendación dispuesta a ir a la entrevista laboral prometida. Pero durante el
camino, el miedo y la desconfianza irán creciendo en Julia. Ya han dejado atrás
el pozo petrolero, y Gymfor deja la ruta para tomar un camino de tierra
enfilando hacia un rumbo incierto y un destino que tarda en hacerse visible.
Julia tratará de salir del vehículo en movimiento y Gymfor intentará retenerla
y en medio de ese forcejeo, la camioneta dará un vuelto y tendrán un accidente.
Ambos saldrán ilesos del mismo y Gymfor impedirá que Julia intente comunicación
con su teléfono celular. Aislados en el medio de la nada del desierto y sin
medio de locomoción, ambos deberán emprender una travesía errante a pie por la
meseta del cruel desierto patagónico en
busca de medios de supervivencia. A partir de aquí el paisaje desolado, árido,
seco y caliente durante el día; helado y ventoso por las noches del desierto , bellamente
utilizado por la labor fotográfica de Julián Azpeteguía, funciona tanto como un
protagonista más del relato, como un elemento que aporta un significado
simbólico.
Desde el punto
de vista del género, Rosell hibrida el drama de supervivencia, con el western, el
policíaco y el melodrama, enmarcados en el recurso narrativo del suspenso y la
tensión psicológica; pues es poca la información que se nos brinda tanto sobre
el pasado de los personajes, como respecto de sus reales motivaciones actuales,
y es esta ambigüedad desde el punto de vista psicológico de los personajes, lo
que vuelve a la película a la vez inquietante y fascinante.
Iniciado el
periplo sin rumbo por el desierto, Gymfor con su camisa cubriéndose la cabeza
del sol a modo de turbante, se erige como una figura que oficia de guía y de
voz de mando. En general, habla muy poco, y siempre que lo hace se dirige a
Julia de modo imperativo, dándole órdenes. La coloca así en un lugar de sumisión
y pasividad. El plano donde en un espejo del casino vemos reflejada la mirada
de él hacia ella, también da cuenta de su posición. Se trata de un hombre que
se relaciona con una mujer desde el marco de su fantasma, y por lo tanto la sitúa
como un objeto del campo de los objetos de su dominio fálico. Para Gymfor una
mujer es la metáfora de su falo, es un objeto con valor fálico, que en tanto
tal se puede tener o perder, se puede tomar o dejar. De ahí que no resulte tan
clara, que la motivación de Gymfor sea el secuestro de Julia, como hecho
criminal. Más bien parece un hombre que busca escapar de la vida opresiva e
indigna que impone las condiciones del capitalismo y vivir una vida más libre
respecto de los imperativos de productividad y que se ha visto identificado en
el relato que Julia hacía a su compañera respecto de su situación económica. ¿Tal
vez quisiera salvarla, rescatarla de esa vida, para ofrecerle una nueva? ¿Tal vez quiera una compañera de fuga para no
estar solo? Es interesante que el director siembre estas ambigüedades y que no
coloque de entrada a Gymfor como el “malo” de la película. Es amenazante, sí, en sus formas rudas, en el hecho de que porta
un cuchillo en calidad de símbolo fálico, pero en otro aspecto no parece un mal
tipo, pues cuando provisoriamente se refugien en la casa de un arriero de la
zona, él le dará dinero a cambio del cobijo y la comida brindadas por él y
también lo ayudará a arreglar el molino de viento. Cierto está que hay de parte
de él un engaño en cuanto a sus verdaderas intenciones, que hace caer a Julia,
desvalida, sin contactos familiares, como presa en la trampa. Gymfor no va de
frente proponiéndole escaparse juntos a un paraíso mejor cual si fuese novios
fugitivos. Como hombre no analizado, Gymfor es víctima de su propia posición
masculina, que define la virilidad en tanto se “toma” a una mujer y se la toma
en silencio, sin necesidad de decir palabras. Y es precisamente porque no puede
utilizar el falo en calidad de significante, del cual brote la poesía de una
palabra de amor; que sólo le queda emplear el falo en calidad de objeto real, intrusivo y
traumático que empuña con su cuchillo, su actitud ruda y su pene.
Por el lado de
Julia, en el comienzo habitará en ella la desconfianza, el rechazo, la huida
del cautiverio, pero poco a poco su posición se irá transformando. En principio
necesitará a Gymfor para su supervivencia, pues conoce mejor el terreno. Pero la
clave la da la conversación con el arriero donde ella intente introducir que no está ahí con ese hombre por su voluntad y
éste le responda que él tampoco vino por su voluntad pero fue pasando el tiempo
y se fue quedando y quedando en ese páramo. La relación de Julia con Gymfor, poco
a poco se tornará ambigua. La repulsión dará lugar a la atracción y estará
dividida entre retornar a su vieja vida o permanecer en la nueva. Julia es paradójicamente,
una suerte de cautiva libre, porque en el desierto no hay rejas ni cerraduras
que la limiten, aunque las inclemencias de la indómita naturaleza en el
desierto, no dejan demasiado margen hacia dónde huir. No obstante siempre hay
una salida posible, y Julia parece elegir inconscientemente permanecer allí,
consentir al lugar que ese hombre le adjudica. Y de hecho, la veremos
realizando tareas vinculados a lo hogareño como la preparación de la comida, la
búsqueda de agua o leña. Y aquí me
interesa volver a evocar el mencionado cuadro de Della Valle, porque allí en
ese rapto, a la cautiva no se la ve con malestar, sino en cierto éxtasis, dando
cuenta de un goce que se juega allí en ese ser tomada por el bárbaro, por aquel
que representa lo Otro para la civilización. El plano que toma a Gymfor desde en
el vidrio repartido de la ventana fuera de la casa en la que paren
provisoriamente y a Julia reflejada desde dentro en el otro vidrio repartido de
la ventana, mirándose mutuamente, da cuenta de que en ese vínculo algo los une,
pero también algo los separa, que algo en Julia no termina de quedar del todo
en esa posición de objeto degradado del hombre.
Si tomamos el
título, el desierto nos ofrece una pluralidad de sentidos. Por un lado es ese
paraje inhóspito sin salida al cual Gymfor arrastra a Julia; por otro lado
evoca el desnudo, el cara a cara frente al otro, sin recursos, sin mascara, sin
maquillajes, sin más que el propio cuerpo y lo más íntimo de uno mismo como medio para
subsistir. En esta línea es interesante el desierto para pensar el fenómeno clínico
actual del encierro, de la dificultad para la apertura a un lazo al otro. Tan
pronto como el hombre llega a un lugar inhóspito, construye algún sistema para
guarecerse. Así vemos a Julia Y Gymfor instalarse en cuevas, en casas vacías o
abandonadas. Se trata de delimitar un interior que proteja de la intrusión de lo Otro, de la indomeñable
naturaleza que quema con su rayo de sol y que hiela con su viento arenoso. Pero
aquí la maniobra es situar el peligro en el exterior, cuando de lo que se trata
es de un peligro interno. La naturaleza deviene aquí metáfora de lo que
llamamos el goce, es decir, aquello que habita en lo más íntimo de nuestro ser.
Julia y Gymfor podrán intentar guarecerse del desierto exterior, pero permanecerán
encerrados, sin poder escapar de ese goce que habita en sí mismos y que da
cuenta de la posición de cada uno.
Y a la vez el desierto es la mejor y más bella
imagen que se puede dar de lo femenino. Lo femenino, más precisamente, el goce
femenino, es aquello que no tiene representación en el inconsciente, mientras
que el goce masculino encuentra su apoyo en el significante Falo. La palabra de
amor de un hombre, al decir de Lacan, podría ser aquello, que resuene en el
cuerpo de una mujer permitiéndole acceder en ese acto, en ese instante al goce
femenino. La palabra de amor es lo que permitiría a un hombre dejar una huella
en el desierto de goce femenino. En la relación entre Julia y Gymfor, es
justamente el amor como acto de palabra lo que brilla por su ausencia. Y entonces, aunque
ambos estén en el desierto, ellos peregrinan errantes, en círculos sin salida
en el encierro en una relación fantasmática, que no les permite acercar, ni
alcanzar nunca un atisbo del goce femenino.
En su película “Al
desierto”, Ulises Rosell nos brinda su versión del mito popular de la cautiva,
apoyándose en la belleza de su fotografía, y en la solidez interpretativa de la
pareja protagónica, y nos permite leerlo
con las claves de nuestra época para pensar cuestiones relativas a la violencia
de género y al fenómeno del encierro.
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